CONVERSACIONES CON UN PEDERASTA


La doctora Amy Hammel-Zabin sufrió abusos en su infancia por parte de su padre y su abuelo. Más tarde, como terapeuta, comenzó a tratar a un pederasta que se encontraba en prisión por haber abusado de más de 1000 niños a lo largo de su vida. La terapeuta y el preso mantuvieron durante años una correspondencia que más tarde fue publicada por ella en un libro donde acompaña los textos de información acerca de cómo actuar para detectar situaciones de abuso que muchas veces pueden estar muy bien enmascaradas. El texto que sigue es muy duro por la frialdad con la que Alan (nombre ficticio del pederasta) relata la manera en que captaba a los niños y los manipulaba de un modo absolutamente preciso y calculado para conseguir que hicieran lo que él quería y sobre todo para evitar que lo contasen a otras personas. Os dejo algunos fragmentos en los que Alan cuenta cómo basaba en el secretismo toda su estrategia y después otro fragmento en el que la autora explica cómo evitar que el niño sea el tipo de víctima que alguien como Alan elegiría, un niño capaz de guardar secretos.

El texto es bastante largo, y he de advertir que no es para todos los públicos, algunas partes son muy duras. El primer extracto sirve para comprender cómo funciona la mente del pederasta mientras que el fragmento final sobre la respuesta de Amy es el que puede ser de mayor utilidad para evitar que otras personas puedan aprovechar los secretos entre padres e hijos para abusar de niños.




De Alan (pseudónimo)


Poco después de empezar a ir al colegio descubrí la masturbación. Aunque veía a todos los que me rodeaban distintos a mí, disfrutaba compartiendo ese placer con otro niño. Al poco tiempo inicié mis intentos burdos por exteriorizar mis tendencias. Por aquel entonces debía de tener siete u ocho años y casi de inmediato me pillaron practicando juegos sexuales con un niño que era un par de años menor que yo. La reacción emocional de mi madre ante este incidente (algo que describiré de forma más detallada cuando trate el tema del secretismo) me impactó sobremanera. Se quedó horrorizada.
Por primera y única vez en mi vida la vi exaltada y fuera de control. Me arrastró al cuarto de baño e intentó «restregar» la suciedad mientras gritaba: «Sólo las personas retorcidas, enfermas y malvadas hacen cosas así!». (Debería señalar que el «delito» en cuestión se reducía a caricias mutuas.) Su mayor preocupación, algo que no dejaba de repetir como una histérica, era evitar que mi padre supiera que yo estaba «enfermo».
Llegados a ese punto decidió castigarme de forma un tanto extraña. Me castigó, pero insistió en que le dijéramos a mi padre que era por haber hecho otra cosa. Me dijo que si revelaba el motivo verdadero del castigo, las consecuencias serían mucho, mucho peores. Desde el momento en que salí del cuarto de baño, la relación entre los dos, mi madre y yo, se convirtió en una confrontación. Pasó a ser mi enemiga, una persona que compartía una parte de un secreto oscuro y que me observaba constantemente para ver si encontraba otros indicios de mi «diferencia».


Mientras yacía en la cama aquella noche, masturbándome y fantaseando como siempre, me di cuenta de algo que nunca antes se me había ocurrido. Me figuré que si sólo las personas enfermas y malvadas disfrutaban masturbándose, y a mí me encantaba, entonces sin duda era un ser enfermo y malvado. En mi mente infantil, la lógica parecía perfecta; la razón por la que no encajaba en ningún entorno era que no era como ellos.., era diferente.
Hago aquí un inciso para añadir lo que considero que es una observación importante.Si alguien llega a la conclusión precipitada de que lo que he explicado hasta el momento «me convirtió» en pederasta, esa persona se equivoca. Lo que he intentado describir pone de manifiesto cómo empecé a sentirme «diferente» de los demás, un aspecto de mi personalidad en desarrollo que más adelante utilizaría como justificación para mis actos. Pero estas mismas circunstancias pueden darse en otra persona sin que ésta acabe siendo un pederasta.
Me veía como una persona que «sin ser culpa suya» se veía privada de una vida «normal». Y mientras me convencía de que la suerte me había dado la espalda, me consideraba autorizado para hacer lo que me viniera en gana. No acataba sus normas, ¿por qué iba a hacerlo? Nunca se me permitió «entrar en el juego». Si quería obligar a algún niño más pequeño a mantener relaciones sexuales, ¿por qué no iba a hacerlo? Al fin y al cabo, yo era la víctima, no él. Este victimismo autoinducido e interesado me permitía hacer lo que deseara sin el menor atisbo de culpa, vergüenza, responsabilidad o remordimiento.
Para mí, el secretismo era el elemento que aglutinaba mis fantasías. El secretismo era el componente que añadía una sensación de emoción, que intensificaba la agitación general que sentía al agredir. Representaba una sensación tergiversada de poder y valía personales y, en última instancia, era mi arma crítica tanto para atraer como para atrapar a mis jóvenes víctimas.

Prácticamente todo el mundo recuerda una época en que los pequeños secretos, como qué regalo recibiría alguien por Navidad o para el cumpleaños, eran elementos emocionantes e importantes en nuestro mundo limitado. En la infancia tener un secreto era el símbolo de estatus máximo. Proporcionaba una sensación de importancia, prestigio y control. Por suerte para muchas personas, el atractivo de los secretos es algo que se supera. Sin embargo, para muchos de nosotros, la fascinación por los secretos sigue siendo una parte importante de nuestras vidas.
También creo poder asegurar que la mayoría de nosotros, si somos del todo sinceros con nosotros mismos, reconocemos tener una necesidad continua de cuidados y atención. Los niños muestran una necesidad insaciable de cuidados y atención y los pederastas suelen aprovecharse de esa carencia para abusar de ellos. Yo combiné el encanto misterioso del secretismo con grandes dosis de atención para atraer a mi trampa a las jóvenes víctimas. Mis métodos no eran rápidos, pero estaban ideados para crear, lentamente, la necesidad de aceptar los secretos. Al mismo tiempo, el secretismo me dio la oportunidad de hacer que un niño creyera que yo era la única persona del mundo que realmente se preocupaba por él y le cuidaba.
Confieso que hasta hace poco no había analizado con demasiada profundidad el papel del secretismo en mi vida. Comprendía que había mantenido un oscuro velo de secretismo para encubrir mis actividades y evitar que me descubrieran, pero he empezado a darme cuenta de que mis secretos, y sobre todo mi necesidad y afición por ellos, dicen mucho de cómo me veía a mí y al mundo que me rodeaba. La mayoría de los adultos seguros de sí mismos, autosuficientes y estables que he conocido no parecen necesitar secretos en su vida. Aunque hay información que no desean que se haga pública, la posesión de tales secretos no les proporciona ninguna sensación de emoción o poder personal.
Opino que los adultos que siguen necesitando y deseando tener secretos son quienes sienten que su vida carece de interés, valía o emoción reales. Estas personas, como la que siempre fui, parecen utilizar los secretos a fin de aumentar el respeto a sí mismos y para apoyar su ego desinflado. Cuando veo adultos que siguen utilizando secretos para apoyar su existencia recuerdo siempre la imagen de un niño enfadado en el centro de un patio intentando guardar las apariencias en alguna situación, gritando: «Oh, sí, pero yo sé algo que tú no sabes!».
Como pederasta considero que empleé el secretismo de dos modos distintos aunque interrelacionados. Al comienzo lo utilicé para engatusar a mis víctimas y que se me acercaran más y, en última instancia, para que me obedecieran y callaran. Además, empleé el secretismo como método para evitar el castigo, tal y como se trata más adelante en el libro.

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Como he dicho, solía intentar abusar de un niño sólo cuando le conocía a él y a su familia. En cuanto tenía acceso a ese círculo, intentaba entender al niño lo más posible, ver cómo se relacionaba con los adultos y otros parientes y, si entreveía alguna posibilidad realista de éxito, entonces empezaba a preparar mi objetivo. Si había llegado a la conclusión de que aquel niño no tenía el tipo de personalidad que le hacía contárselo todo a sus padres, sabía que la renuencia a comunicarse podría convertirse en una forma de hacer que guardara secretos.
Aunque adaptaba el enfoque a la víctima en concreto, en rasgos generales el proceso apenas variaba. Primero ponía a prueba al niño de forma sencilla para ver si era capaz de mantener un secreto. Para ello solía cometer algún error intencionado cuando estábamos a solas. Por ejemplo, soltaba palabrotas delante de él. A continuación le explicaba que no debería haber pronunciado esas palabras y le pedía que no se lo contara a nadie.
También me encargaba de señalar que el motivo por el que no debía decir nada a sus padres era que si se preocupaban de que fuera una mala influencia para él, quizá no le permitieran estar conmigo y entonces no disfrutaríamos yendo a los salones recreativos o a cualesquiera otras actividades con las que sabía que disfrutaba.


En esta fase inicial quería que el niño considerara que el hecho de guardar secretos era algo que hacíamos para mantenernos unidos y evitarnos problemas. Cuando me aseguraba de que no diría nada, lo recompensaba con algo sencillo, como ir a los bolos o a pescar y así garantizaba que se sintiera «mayor» y que contara con mi confianza porque, como adulto, lo trataba de otro modo.
Tras dar este primer paso, esperaba a ver si, de hecho, guardaba el secreto sobre el incidente. Si no, quizá provocara cierta sospecha en sus padres, pero no suponía ningún problema grave. Inmediatamente cesaba cualquier intento por convertirlo en mi víctima. Por el contrario, si al cabo de una semana más o menos estaba claro que había guardado el secreto, volvía a recompensar al niño y le explicaba por qué lo recompensaba y seguía intensificando el proceso.
Durante las siguientes semanas o meses, aprovechaba cualquier oportunidad, por pequeña que fuera, para acercarme más y más al niño. Constantemente le decía lo especial y maduro que era y que todos nosotros necesitábamos encontrar a alguien en la vida en quien confiar de verdad. Siempre describía a sus padres como personas preocupadas por él, pero que en realidad no tenían otra opción que ponerle límites por ser precisamente sus padres.
Tenía cuidado de no atacar a sus progenitores, pero sí que intentaba cambiar poco a poco la idea que tenía de ellos. Buena parte de este proceso de preparación inicial consistía en establecer en la mente del niño la relación entre la autoridad paterna y el deseo de guardar secretos con los que burlar la intromisión paterna en su libertad.
Prácticamente todos los niños que he conocido muestran los mismos sentimientos encontrados con respecto al papel de los padres durante su desarrollo y yo intenté explotar esta frustración e ira. Poco a poco, conseguí que el niño considerara los secretos como medios necesarios para proteger algo con lo que disfrutaba, y así senté las bases de una montaña de secretos, todos diseñados para convertir al niño en víctima sexual.
Después de conseguir que el niño guardara pequeños secretos, iba aumentando gradualmente la importancia de los mismos y las recompensas por guardarlos. Por ejemplo, le decía al muchacho que no me importaba que tomara un poco de cerveza o fumara mientras estuviera en mi casa… pero era mejor para los dos que ni «ellos» ni cualquier otra persona lo supiera.
Lo que estaba haciendo, por supuesto, era crear un entorno mental en el que la víctima empezara a ver a su posible agresor como la persona que más confiaba y se preocupaba por él del mundo. Los secretos se convertían en prueba de nuestra confianza mutua y me esforzaba para que el niño se mostrara totalmente franco conmigo sobre todos los aspectos de su vida. Le obligaba a contarme lo que sus padres decían de mí y el tipo de preguntas que le hacían, preparándole cuidadosamente para evitar sus intentos de separarnos y limitar su libertad. Necesitaba que llegara al punto de saber que si realmente deseaba que sus padres le permitieran hacer algo, siempre podía contar conmigo para intentar que cedieran.
Poco a poco, todas sus reservas e inhibiciones posibles quedaban eliminadas y empezaba a acudir a mí con todas las quejas, preguntas y peticiones. En muchos casos, la víctima me llamaba para preguntarme cómo abordar a sus padres cuando quería hacer algo que normalmente no le permitirían. Empezaba a confiar en mí para que actuara como amigo, mentor, defensor y aliado.
A lo largo de todo aquel período, que bien podía durar un año, seguía alejándole de la confianza de sus padres y me encargaba de que, al final, los viera como una necesidad que había que burlar y controlar. Además, durante ese proceso, me esforzaba por crear un ambiente en el que todo lo que hiciéramos o dijéramos entre nosotros se mantuviera en el más estricto secreto.
Otorgaba libertad casi total al muchacho cuando estábamos solos y, al cabo de un período de tiempo razonable, y de tener clara su capacidad para mantener la boca cerrada, empezaba a pasar al terreno sexual. Al comienzo no eran más que unos cuantos comentarios casuales y chistes subidos de tono, pero a medida que se sentía cómodo con la franqueza de las conversaciones sexuales, pasaba a decirle que tenía material pornográfico blando en la casa y que ya tenía edad suficiente para verlo. De todos modos no me precipitaba, y evitaba las conversaciones que pudieran resultar sexualmente perturbadoras y el contacto físico. En aquella etapa lo único que quería era que el muchacho percibiera este nuevo ámbito como otro secreto necesario y que lo aceptara como una rutina más de su vida cotidiana.
Poco después de introducir las revistas y las conversaciones sexuales preparaba el terreno para que viera una película de pomo duro. También en este caso realizaba comentarios subidos de tono e incluso llegaba al punto de hablar de que ese tipo de material provocaba una erección en el hombre, pero no forzaba el tema. Cuando se guardaba el secreto, de lo cual yo estaba seguro, aprovechaba la siguiente oportunidad para permitirle (hacerle) ver una película aún más dura y en esa ocasión era más concreto con respecto a los efectos físicos que ese tipo de visionado me producía. Rápidamente señalaba que era probable que no fuera lo suficientemente mayor para que aquello le provocara (lo cual era todo un reto para su joven ego) y se sentía (en la mayoría de los casos) obligado a defender su virilidad asegurándome que también disfrutaba con ello y le excitaba. En este caso tampoco le presionaba y me limitaba a halagarle por ser tan maduro para su edad y porque nada parecía molestarle.
Mi principal preocupación en aquella etapa no era que se lo contara a sus padres, puesto que estaba convencido de que no iría a casa y hablaría de beber, fumar o mirar pornografía, sino que intentara impresionar a alguno de sus amigos contándoselo y poniendo en evidencia mis actos. Le informaba cuidadosamente de los peligros que entrañaba compartir aquella experiencia con otra persona y él me aseguraba repetidas veces que no se arriesgaría a perder lo que tenía.
A medida que seguía aceptando las bebidas, los cigarrillos y las distintas recompensas que le ofrecía y cuando volvía repetidas veces a mirar películas pomo, los secretos que guardaba empezaban a ser prácticamente imposibles de vio-lar para él, al menos en su mente infantil. Por ejemplo, ¿cómo iba a contar a sus padres que no sólo me permitía darle cervezas, cigarrillos, viajes, dinero, etc., y hacer prácticamente lo que quisiera, sino que también me contaba lo que ellos hacían y pensaban, sin implicar claramente lo que entonces consideraba su culpabilidad en nuestros actos?


El hecho de guardar todos aquellos secretos insignificantes había creado una sensación de responsabilidad y culpabilidad equitativas en aquel niño totalmente inocente, algo que yo me había esforzado por conseguir, y esa incapacidad para delatarme sin tener que explicar su participación voluntaria era lo que acababa haciéndole cautivo de mis deseos enfermizos.
En cuanto le ayudaba a superar la sorpresa y confusión de la primera ronda de caricias, hacía todo lo posible para que el muchacho accediera a hacerme algo. Normalmente intentaba que el niño me practicara sexo oral, ya que sabía que en cuanto aceptara hacerlo a cambio de una recompensa, se encontraría en una posición en que contarlo le resultaría prácticamente imposible. En aquel momento, aunque quisiera contar a sus padres que la cosa iba mal, sabía que tendría que hablarles de su comportamiento sexual pervertido y yo ya le había asegurado que si alguien veía aquello, nunca lo entendería. La confusión y el conflicto emocional eran demasiado pesados para él como para ver una salida, por lo que el niño solía recurrir al patrón establecido de aceptar lo que ocurría, al tiempo que buscaba cierto consuelo en el hecho de poder escoger sus recompensas y mantener todo aquel asunto en secreto.
En cuanto un niño se percataba de que no podía contarlo sin incriminarse, solía abandonar todo tipo de resistencia ante mis nuevas insinuaciones sexuales. En aquel momento, su espíritu estaba roto y se resignaba mentalmente a hacer aquello para lo que lo había preparado con tanto esmero, a disociar su ser real de aquellos «actos locos».


Durante ese período final yo le repetía a la víctima cómo todo el mundo acaba haciendo cosas con las que no disfrutan realmente, que ello forma parte de la vida, pero que mientras se obtenga algo a cambio al final, puede considerarse una victoria. Normalmente, a partir de este punto no había renuencia ni resistencia por parte del niño.
Hay otra aplicación del secretismo en mi vida que creo que resulta más fácil de comprender. Teniendo en cuenta que empleaba un velo de secretismo para encubrir mis actividades ilícitas, no me diferenciaba de cualquier otra persona que deseara evitar la revelación pública y el posible castigo.
Raras veces elegía a un niño desconocido, sobre todo en la zona cercana a mi ciudad, por temor a encontrármelo más adelante. Antes de emprender mi primera acción física contra una víctima, pasaba mucho tiempo conociendo al niño y a su familia. Antes de alcanzar el punto de comprometerme físicamente con el delito, quería asegurarme de que era lo más próximo a la infalibilidad posible y que la víctima estaba lo mejor preparada posible para guardar nuestro secreto.
A pesar de todos los años en los que practiqué y desarrollé este método, y de mi cuidadosa selección y preparación de la víctima potencial, la primera vez que cometía la agresión física con un niño estaba muerto de miedo. Una vez dado el paso que iba más allá de las palabras, me sentía totalmente vulnerable, desprotegido y amenazado. Lo que necesitaba en esos momentos era alguna forma de asegurar-me de que la víctima guardaría silencio.
Entonces, de la obsesión por cometer el abuso pasaba a obsesionarme por distender lo que consideraba una situación sumamente explosiva. Pero como había pasado por aquello cientos de veces, buscaba la manera de abordar a la víctima y mis propios sentimientos de angustia y temor. Si bien el enfoque era distinto para cada víctima, los rasgos generales eran parecidos y seguían un patrón similar al siguiente:

1. Determinar el impacto emocional en la víctima:
Justo después del acto inicial, necesitaba determinar qué efecto había tenido en el estado mental del niño. A lo largo de los años, he visto reacciones posteriores al abuso que van desde la aparente indiferencia hasta el miedo absoluto, la confusión y el llanto. Mi primera preocupación era advertir el estado de ánimo actual del niño y encontrar la forma de distender el impacto inmediato de aquello a lo que le acababan de someter. Bajo ningún concepto llevaría al niño a casa hasta tener la oportunidad de hacer todo lo posible para controlar la situación.
2. Intentar conseguir que la víctima minimice la agresión y la vea como un error «que no volverá a pasar»:
En este sentido, traté a todas las víctimas prácticamente igual. En cuanto había consumado el acto inicial, empezaba a decir repetidas veces «nunca debería haber hecho esto» y «nunca jamás volverá a pasar». Como empleaba el alcohol como aliciente en casi todas las agresiones iniciales, le decía al niño que debía de haberme excedido en la bebida y que lo sentía muchísimo.
A pesar del efecto devastador de esta introducción a la actividad sexual pervertida, casi todas las víctimas me veían totalmente consternado por lo que acababa de hacer, muy preocupado por sus sentimientos y con un remordimiento muy profundo por haber cometido un «error» tan grave. En este sentido, utilicé el instinto natural del niño para amar y perdonar con la finalidad de desviar la atención de su propia victimización a mi evidente arrepentimiento por haber hecho algo que le molestaba.
Esta treta funcionó con casi todas las víctimas y en seguida me aseguraban que no pasaba nada, me convencían de que estaban dispuestos a perdonar mi error y que no tenía que preocuparme por haberme metido en un lío. Cuando el niño alcanzaba este punto de inversión de papeles, empezaba a poner en práctica la siguiente manipulación.
3. Introducir recompensas a gran escala por ser la víctima «una persona tan especial»:
A modo de respuesta ante la garantía del niño de que comprendía que se trataba de una equivocación inducida por el alcohol, empezaba diciéndole cuánto apreciaba su comprensión y qué especial y maduro era por ser capaz de ver las cosas bajo ese prisma. En esta fase me tornaba la molestia de explicar que no todos los niños eran tan maduros, comprensivos y considerados. Lo que deseaba inculcarle en ese momento era la idea de que el hecho de contar a otra persona lo ocurrido lo convertiría en normal y corriente en vez de especial.
En esa etapa, manipulaba a la víctima para que empezara a pensar que su capacidad para hacer frente a lo ocurrido, en vez de transformarlo en un drama, era algo que lo convertía en una persona de confianza, respetada y un amigo especial. Dado que el niño no podía imaginar que yo fuera a cometer el mismo error otra vez, sobre todo vista mi tremenda aflicción por lo que había hecho, se sentía seguro al prometer que «lo sucedido quedará entre nosotros».
En cuanto el niño empezaba a sentirlo por mí y a esforzarse por asegurarme que todo iba a ir bien, yo respondía jugando con su ego y su codicia. Tras darle las gracias repetidas veces y recibir sus garantías, fingía que de repente se me ocurría la idea de recompensar aquel acto extraordinario de amistad y comprensión. Decía que había pensado llevarle a casa, pero que como era tan especial y estaba tan dispuesto a cooperar, teníamos que hacer algo que también resultara especial para él.
Acto seguido sugería alguna actividad que sabía que se moría de ganas de hacer pero que normalmente no tenía ocasión de practicar. Le proponía que pasáramos el resto del día esquiando, jugando a los coches de carreras o dedicándonos a cualquier otra cosa que supiera que le encantaba. A pesar de sus intentos por asegurarme que no era necesario, la mayoría de las víctimas solían ceder rápidamente a su deseo de hacer algo especial y nos marchábamos.
Durante el resto de la jornada no reparaba en gastos para inundar al niño con todas las recompensas posibles (pero nada que pudiera llevarse a casa o por lo que tuviera que dar explicaciones a sus padres). Le instaba a propósito a que fuera más allá del nivel normal de deseos, insistiendo en que tenía derecho a cualquier cosa por lo que había hecho. Quería empezar a oírle decir cosas del tipo «tampoco ha sido tan malo y no me ha molestado mucho». En cuanto empezaba a verbalizarlo de ese modo, reaccionaba aumentando los halagos y recompensas e introduciendo lentamente la siguiente fase de manipulación.
4. Hacer que la víctima vea que no es el único y que otro amigo especial aprendió a beneficiarse de su disposición a colaborar: 
En cuanto la víctima había empezado a decir tales cosas, le contaba qué buena actitud tenía y le explicaba (o insinuaba) que sólo había conocido en otra ocasión a una persona tan dispuesta a cooperar y tan comprensiva. En general, cuando lanzaba esta pequeña insinuación, la víctima quería saber de inmediato más sobre esa otra persona.
Entonces inventaba a un «amigo» del pasado (solía llamarlo «primo»). No proporcionaba demasiada información, sino que sólo daba a entender que el otro muchacho había demostrado ser tan buen amigo como él, y le explicaba que nunca olvidaría que ese muchacho se había convertido en un hombre excepcional. Normalmente no transcurría demasiado tiempo hasta que mi víctima del momento me rogaba que le hablara más de él, y entonces introducía la historia inventada de mi misterioso primo Paul.
Le explicaba que Paul ya era adulto y que vivía en la costa oeste, pero que cuando era pequeño él y yo habíamos pasado mucho tiempo juntos. También le contaba que en una ocasión habíamos ido de cámping y yo había bebido demasiado y que… «Bueno, le hice lo mismo que hemos hecho esta tarde». Llegados a ese punto, hacía una pausa, como si hubiera acabado de contar la historia y todas las víctimas sin excepción querían saber cómo había reaccionado Paul y qué había ocurrido a continuación.
Tras cierta insistencia por parte de la víctima, aceptaba contárselo. Entonces describía a Paul diciendo que era un poco mayor que aquella víctima, pero que se parecía mucho en todo lo demás. Le contaba con qué actividades disfrutábamos Paul y yo, actividades no sexuales, y siempre me aseguraba de que fueran exactamente el tipo de actividades en las que mi víctima de entonces querría participar.
Acto seguido describía aquella noche diciendo que aunque él no había disfrutado con lo que yo le había hecho, estaba dispuesto a olvidarlo. En aquel punto introducía un nuevo elemento en la manipulación. Le decía que Paul se parecía mucho a él, pero que «como era un poco mayor y más adulto», se había dado cuenta de que ambos podíamos beneficiamos de mi error. Cuando la víctima en cuestión preguntaba a qué se refería, le explicaba con cuidado la teoría de llegar a acuerdos mutuos.
Le decía que como Paul era mayor, el hecho de que le ocurriera una cosa como aquélla no le importaba demasiado y que corno sabía que siempre le compensaría, igual que estaba haciendo entonces con él, mi primo había dado a entender que no era importante. Paul, puntualizaba yo, era un muchacho muy listo y maduro. Sabía que si yo bebía en exceso podía cometer alguna locura y sugería que, siempre y cuando yo le hiciera feliz, estaba dispuesto a tolerar juegos extraños.
La mayoría de las víctimas deseaba saber si había vuelto a ocurrir (algo que temían) y yo, con supuesta renuencia, les confesaba que sí, aunque me aprestaba a señalar que sólo cuando Paul me lo había pedido. A la mayor parte de las víctimas les confundía aquel concepto y les explicaba cómo un día, poco tiempo después del primer incidente, Paul, que estaba solo en casa, aburrido como una ostra, aguantando a sus padres, que estaban todo el día encima de él, me había llamado a mi casa.
Me propuso que convenciera a sus padres para que le dejaran pasar la noche en mi casa, para que pudiéramos ir a pescar o algo así y que, si estaba dispuesto a rescatarle, no le importaría si yo, o ambos, bebíamos un poco más de la cuenta. Explicaba a la víctima que al comienzo no sabía a qué se refería, pero que entonces Paul me había dicho que si estaba dispuesto a sacarlo de allí y dejar que se lo pasara bien, a él no le importaría dejarme cometer otra equivocación.
La víctima siempre quería saber si había ido a rescatarlo y le decía que sí. Pero añadía que le había dicho que no tenía por qué dejarme hacer aquello sólo para que lo llevara a algún sitio. Éramos amigos, insistía, y estaría encantado de ayudarle. Asimismo añadía que, entonces, Paul había dicho que si éramos verdaderos amigos, los dos debíamos estar dispuestos a ayudarnos y a confiar el uno en el otro. Había dicho que sabía que no tenía que intercambiar favores conmigo, pero que corno yo siempre hacía algo por él, a veces también quería hacer algo especial por mí.
La víctima solía sentir mucha curiosidad por este tema y deseaba saber si Paul y yo habíamos seguido haciendo aquello. Y yo le aseguraba que sí, pero que sólo cuando Paul había querido y sólo cuando estaba dispuesto a permitirme llevarle a hacer algo muy especial.
En general, después de esta historia tan enrevesada, durante la que seguía insistiendo en cuánto se parecían la víctima en cuestión y Paul, el muchacho llegaba a la conclusión de que Paul era un buen amigo y que lo que él se había ofrecido a hacer ponía de manifiesto que yo le caía igual de bien que él a mí.
Mis intenciones a lo largo de aquel proceso enrevesado eran:
a. Controlar el impacto inicial del primer abuso.
b. Manipular la situación de forma que el niño se compadeciera de mí.
c. Manipular al niño hasta tal punto que estaba prácticamente convencido de que no me delataría.
d. Ofrecerle un personaje inventado para que no se sintiera solo ni diferente.
e. Abrir la puerta para el abuso siguiente.
Llegados a este punto, consideraba que era relativamente seguro llevar a la víctima a mi casa, pero no por ello dejaba de sentirme todavía intranquilo y expuesto. Había hecho todo lo que estaba en mi mano para controlar la situación, pero seguía sintiéndome vulnerable y muy angustiado con respecto a las veinticuatro horas siguientes. Controlar al niño mientras estaba a solas conmigo era fácil, pero me preocupaban sus reacciones cuando llegara a casa y eso es-capaba al influjo de mis manipulaciones.
Aquella noche era terrorífica para mí y solía pasarla solo en casa, pensando que cada coche que pasaba era el de la policía o que detrás de cada llamada de teléfono había un padre iracundo.
Al día siguiente continuaba en aquel estado de angustia y temor exacerbados y no había nada que hiciera disminuir tales sentimientos salvo encontrar un motivo para visitar a la familia. Entonces podía determinar de primera mano que no había ningún cambio perceptible en el comportamiento del muchacho ni en los miembros de su familia. En cuanto me era posible hacía precisamente eso, y cuando el niño me saludaba de la forma habitual y los padres se comportaban como de costumbre, me tranquilizaba. Si el niño no estaba normal, en seguida encontraba un motivo para encontrarme a solas con él y reafirmar la preparación del día anterior (algo que casi nunca hacía falta).
Hay una especie de refrán en la mayoría de los programas de recuperación que viene a decir que estamos tan enfermos como nuestros secretos y nuestra necesidad de secretos. Los secretos destruyen y la necesidad de contar con la supuesta emoción e importancia de los secretos en nuestra vida pone de manifiesto la existencia de una personalidad muy trastornada y, creo yo, potencialmente peligrosa.
En la actualidad, cuando oigo a alguien utilizar la expresión «secreto inocente», me entran escalofríos porque tal posibilidad no existe. La inocencia y el secretismo son estados mutuamente excluyentes, y la única vez que aparecen juntos es cuando se utiliza uno para destruir al otro."

                                                                       ****** 

De Amy sobre el secretismo

En el ámbito de la salud mental, es bastante habitual que los asesores que trabajan en el campo de la dependencia a sustancias químicas o al alcohol hayan sido adictos en el pasado. No guardan silencio sobre su historia, sino que se les pone como modelo de inspiración y su pasado da credibilidad a sus esfuerzos por ayudar a otros con problemas similares. Pero la idea de que una terapeuta mencione su historia de abusos sexuales en el trabajo con un paciente está muy mal vista. Tal práctica se considera una falta de profesionalidad. Lo irónico del caso es que las víctimas se ven obligadas a sufrir los abusos sexuales, no es algo que hayan escogido. ¿Cuál es el tabú que acompaña a los abusos sexuales? ¿La ignorancia? ¿El sexo? Sea cual sea el motivo, el secretismo es la norma dominante en el abuso sexual, una norma que no beneficia a nadie.



Como padres, nos cuesta alcanzar un equilibrio adecuado con respecto a la intimidad de nuestros hijos. ¿Qué información necesitarnos sobre sus pensamientos, actitudes y comportamientos para que no sólo estén a salvo, sino para que crezcan como jóvenes felices y equilibrados? ¿Nos entrometemos en su vida privada? ¿Exigimos saber qué hacen en todo momento? ¿Qué secretos les ocultarnos y cuáles divulgamos? ¿Cómo respondemos cuando nos hacen confidencias? Estas son algunas cosas que he aprendido sobre el secretismo a lo largo de mis años de trabajo con víctimas de abusos sexuales:




Hay que dar respuestas afirmativas cuando un hijo realice una confidencia por primera vez («Debes de haberte sentido fatal cuando te dijo eso») en vez de frases sentenciosas («Él tiene razón»), declaraciones de culpa («Qué hiciste para hacerle decir eso?») o, el error más habitual entre los padres, consejos no solicitados («Lo que tienes que hacer es. . .»). Esta actitud hará que el joven hable con mayor libertad de lo que inquiera.




Ser consciente de la postura al hablar con los hijos. Cruzar los brazos sobre el pecho es una muestra de falta de franqueza. Hablar desde una posición elevada sitúa al hijo en condición de inferioridad e impotencia. Si el padre/madre se coloca en una postura abierta y nada amenazadora, el hijo será más sincero.




Analizar el entorno doméstico para favorecer las oportunidades de comunicación con la familia. Una de las cosas más tristes que he escuchado en el vestuario del gimnasio fue una conversación entre dos madres de adolescentes.nunciar a la atención que una madre dedica a la vida de un hijo. ¿Cómo iba a ser sincero con ella si ni siquiera estaba a su alrededor? Debemos analizar nuestras prioridades y nivel de comodidad y pensar en el precio que la salud emocional de nuestros hijos paga por nuestro egoísmo.




La comunicación abierta y sincera es la herramienta más poderosa que tenemos como padres para proteger a nuestros hijos de los pederastas. Hay que escuchar con atención cómo hablamos a los jóvenes, incluso es recomendable grabar en cinta una comida y analizar luego la conversación para ver qué tipo de interacciones verbales realizamos con más frecuencia. El objetivo consiste en determinar si se trata del tipo de frases que invitan a la comunicación abierta.




Practica patrones de verbalización que fomenten la franqueza. Pide la opinión de tu familia y buenas amistades sobre tu estilo de comunicación y explica por qué es importante que lo analices. Ayuda a tus hijos a entender que, para que se sientan más cómodos contigo, tienes que relacionarte bien con ellos y conocerlos.




Tener en cuenta los secretos que se tienen con los hijos tener presente que es probable que el niño sea consciente de ellos. Plantearse por qué se tienen y a quién se protege en realidad. Decidir de forma consciente si es absolutamente necesario mantener tales secretos. Yo crecí viendo a mi madre cerrando enfadada puertas de los armarios de la cocina de un portazo mientras cocinaba y preguntándole «qué pasa» para que me respondiera «nada».




Estaba claro que sus palabras no encajaban con sus actos, esa incongruencia me hacía sentir insegura y culpable. Aunque no pudiera decirme por qué estaba enfadada, habría sido útil para ella decir algo como «Estoy muy enfadada por algo que no es culpa tuya. Ya lo arreglaré y luego estaré de mejor humor».




Plantearse las consecuencias de pedir a un hijo que guarde secretos. Incluso los secretos supuestamente inofensivos pueden resultar perjudiciales. (<No le digas a tu hermana que hemos parado a tomar un helado», hace que el niño se plantee qué dejan de contarle a ella.) Intentar plantear preguntas abiertas para obtener más información al hablar con un hijo («¿Qué pasó entones? en vez de «¿Fue entonces cuando lo hizo?»).




Es muy importante que utilicemos el máximo número de técnicas positivas para permitir que nuestros hijos sean sinceros con nosotros, ya que el agresor utiliza métodos negativos para atrapar a su presa. El secretismo es el quid del abuso sexual. Sin él, no habría abuso.

1 comentario:

  1. Excelente yo quiero este libro estoy en guanajuato como lo consigo

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